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martes, 28 de diciembre de 2010

La espera continúa

“Permiso, ¡permiso por favor!”, ruega una mujer en silla de ruedas tratando de atravesar una de las recepciones de medicina adulta del hospital Sótero del Río. No tiene su pierna izquierda, y entre la multitud de gente trata de abrirse paso para llegar a la puerta de salida y librarse del gentío que obstruye su camino.

Son las nueve y media de la mañana, y los rayos del sol comienzan a filtrarse por los grandes ventanales del lugar. Los rostros somnolientos y enfermizos de quienes esperan empiezan a ser iluminados, produciéndose más de alguna mueca de desagrado. “Está molestoso el sol. Uno viene todo abrigado por el frío de la mañana, y ahora hace calor… ¡qué terrible!”, dice un hombre que viste chaqueta café con chiporro y se encuentra de pie.

La recepción número dos se encuentra junto a la cuatro sin sentido lógico aparente. En la primera se atienden los servicios médicos de enfermería, oncología, dermatología y quimioterapia, mientras que la cuatro recibe las reservas para exámenes de sangre. Para pedir hora para alguna de esas consultas existe un cubículo específico, sin embargo, todos ellos tienen en común una fila interminable con pacientes que, luego de conseguir llegar a la o el recepcionista, debe continuar esperando para pasar a la consulta del doctor deseado.

No hay lugar para nadie, con suerte para circular en un espacio que se forma entre el grupo de enfermos y los ventanales que se encuentran de cara a la salida. El gentío que está a la espera de atención se esparce por el lugar con pasos lentos e inseguros, con miedo a que sus pies no encuentren zona alguna donde apoyarse.

Unos pocos tienen la suerte de estar sentados, ya que las sillas en el recinto no superan las veinte. El resto aguarda de pie, en filas interminables que se quiebran una y otra vez, tratando de acomodarse ordenadamente en el poco espacio que hay.

Una enfermera de poca altura, lentes de marcos gruesos azules y un traje del mismo color, sale de uno de los pasillos atestados de gente. “¡Hugo Lastarria, Juana González, Jorge Espina!”, grita a viva voz en medio de las tantas filas que se cruzan entre sí. “¡Acá, señorita!”, dice una señora mayor tratando de subir el volumen de su suave voz al levantarse del asiento donde se encontraba. Viste una falda negra larga que roza sus tobillos, chaleco café, bufanda blanca y unos lentes de sol que le dan un toque juvenil. Junto a ella se para otra mujer que la ayuda a caminar paso a paso, viste de manera similar, dando la impresión de que son hermanas. “¿Quién es usted?”, le pregunta la enfermera sin quitar sus ojos de una lista de nombres, “Juana González, señorita, recién me llamó”. La mujer revisa el papel que tiene en sus manos, y con un lápiz bic negro, hace un ticket al lado del nombre que le acaban de dar. “Espere aquí, señora González, póngase en la fila”.

Sí, la señora que debe tener más de ochenta años, tuvo que levantarse de su asiento para seguir esperando, pero ahora de pie. Su cara es de resignación, no puede reclamar, ni hacer nada más que esperar. Necesita que la revise su doctor, y si eso es lo que quiere, debe aceptar que así es cómo funciona la atención en el lugar… La única feliz es la señora que tomó su puesto, una mujer de rulos rubios, cuerpo corpulento y chaqueta de cotelé azul. Lee un papel blanco roñoso que dice: “Es verdad que el trabajo es enorme y no fácil, pero se debe recordar que la vida es un laberinto incierto en la reflexión de la existencia humana…”

El calor ya se hace presente en la recepción. Van a ser las once de la mañana y el sol pega mucho más fuerte que hace una hora atrás. “Mamá, hace calor ya”, dice un niño de cuatro años que juega entre la gente y desea salir a divertirse fuera de la recepción. Su mamá no lo deja, corre tras él y lo alcanza antes de que alcance a salir del lugar. “No puedes salir, hijo. No te puedo acompañar, porque o si no el doctor no nos va a atender”, le explica su madre, pero el pequeño no entiende, porque él sólo quiere ir a saltar afuera. Un llanto estalla entre la gente, es el niño que se rehúsa a quedarse quieto.

Un hombre de piel y ojos claros, de rostro amable y una chaqueta azul que en su espalda dice “seguridad”, se escabulle entre la gente y comienza a abrir cada uno de los ventanales del lugar. Ahora los rayos del sol se cuelan con una pequeña brisa fría hacia el interior.

De vez en cuando entra un vendedor al lugar. Dulces, papas fritas y bebestibles, se pasean en los carros o manos de hombres y mujeres que lucen en sus pechos una credencial que dice “vendedor autorizado”. Se cruzan entre las personas, esquivan piernas, muletas y sillas de ruedas, buscando alguna mirada o alguna mano alzada que les indique que desean comprar.

El flujo de personas comienza a disminuir. La multitud agolpada en los pasillos, ventanales, sillas, mesones y casillas de atención se ha reducido. Ya no se ven las mismas caras que hace horas atrás. De a poco se han ido renovando por otras más vívidas y energéticas dispuestas a armarse de paciencia para esperar, al igual que las que han dejado atrás el lugar.

Ya es medio día, y la sala se encuentra mucho más iluminada que antes. El sol apunta directamente a la recepción, haciendo relucir la blancura del lugar, ya que sus paredes –sólo decoradas con una franja rosada en la mitad-, el techo, las luces, e incluso el piso, intentan competir contra la palidez de los rostros enfermizos que llegan al hospital, día a día, hora a hora, con la ilusión de mejorar.

Van quedando pocos pacientes, y menos aún de pie, ya que ahora la mayoría goza de un asiento en el cual aguardar. Ya no se oyen los murmullos cansados reclamando que llevan horas esperando, que llegaron a las siete de la mañana y aún no la atienden, que tenían una consulta a las ocho y ya llevan una hora de retraso. Ahora son voces más tranquilas, desestresadas, incluso con carcajadas de vez en cuando.

Los minutos avanzan, pero por lo menos la gente ahora ríe gracias a por las historias o chismes de la farándula que se cruzan en los televisores ubicados uno al extremo del otro. Una niña vestida con un buzo completamente rosado camina torpemente por el lugar, explorándolo y mirando a quien le devuelva una tierna sonrisa, mientras que su madre, sin preocupación alguna, no quita su mirada copuchenta del aparato.

Cambian las horas, cambian las caras, cambian las enfermedades y cambian las consultas. Pareciera que todo cambia y que lo único que no lo hace en la recepción de medicina adulta del hospital Sótero del Río, es la espera, porque para los pacientes, la espera continúa.

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