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viernes, 23 de julio de 2010

Un regalo de Navidad


Es diciembre de 1994, y la celebración de Navidad ya es una costumbre en el Jardín Infantil Pandita de Puente Alto. El show consta de dos partes, una que responde a la tradición cristiana del nacimiento de Jesús, mientras que la segunda deja en evidencia el consumismo que a mitad de los años noventa ya se hace sentir.

No recuerdo si me ofrecí, o si me designaron, pero mi papel en la obra de teatro era ser un regalo, literalmente. Seguramente yo iba a ser un obsequio para el “niñito Jesús”, o simplemente para algún niño que esperaba con ansias su presente, no lo recuerdo bien.

El disfraz era simple: sólo una caja de cartón forrada en papel de regalo navideño. Mi mamá no tuvo mayores problemas para realizarlo, por lo que en el día del show, no debía haber dificultad alguna para introducirme dentro de mi traje. Lamentablemente, no fue así.

El día había llegado. El jardín infantil luce completamente adornado con guirnaldas y motivos navideños, cubierto de colores rojos y verdes y más de algún gorro de “Viejo Pascuero” colgando de las paredes. Nada se salva de la decoración, ni las puertas, ni las salas, ni siquiera los grandes juegos de fierro que aparentan ser cuncunas gigantes, y menos las jaulas con tortugas rodeadas de restos de lechuga que dejan luego de despertar de sus eternas siestas.

“Navidad, navidad, blanca navidad” suena por uno de los dos parlantes negros ubicados en el patio del jardín infantil, contrastando totalmente con el sol que ilumina y acalora en diciembre. Los niños corren disfrazados, algunos con largas túnicas de colores opacos y barbas hechas con algodón blanco, otros de animales o de ángeles, y uno que otro regalo se escabulle torpemente entre la multitud.

“Mami, ¿cómo me voy a meter ahí?”, le pregunté asustada a mi madre cuando ella se predispuso a disfrazarme con su caja de cartón enchulada con papel de regalo. “Por debajo, Kari”, y me agarró de un brazo para ponerme el traje.

La caja forrada con un papel rojo con dibujos navideños y una cinta blanca a su alrededor, era más grande que yo, sin embargo, meterme dentro de ella fue toda una odisea. Primero porque en mi cabeza rulienta lucía una rosa de regalo blanca, y debía cuidar su ubicación como fuese, y segundo, porque los orificios destinados para que mis brazos y mi cabeza atravesaran, eran demasiado angostos. “¡Me duele!”, grité una y otra vez mientras mi madre acomodaba su creación en mí. Hasta que lo logró, y orgullosa de su trabajo me abrazó con dificultad debido al volumen de la caja. Arregló mi pelo con suavidad, afirmó la rosa de regalo en mi cabeza y me subió las pantis blancas por debajo del traje para dirigirnos al jardín que se ubicaba a sólo dos cuadras de mi casa.

El sol pegaba con fuerza al medio día, y en cada paso que daba vestida de regalo junto a mi madre, me quejaba del calor y de lo mucho que me dolían los brazos debido al cartón. “Hija, para verte bella, tienes que ver estrellas”, repetía mi mamá una y otra vez tratando de consolar el dolor que me causaba su disfraz. Pero yo sonreía feliz, porque a lo largo de esas dos cuadras de distancia los piropos por mi traje me hacían sentir bien.

Por fin mis zapatos de charol blanco se posaban frente a la reja de mi jardín infantil. Desde la calle se oían los gritos de mis compañeros y también de las canciones navideñas que sonaban sin cesar. Entré de la mano de mi madre, y atravesamos las cuncunas gigantes y los resbalines para llegar a la parte trasera del lugar donde se iba a realizar el acto.

El lugar estaba plagado de padres y apoderados que se acomodaban en las pequeñas sillas de colores, sin soltar en ningún momento sus cámaras fotográficas para tener algún recuerdo de sus hijos en navidad.

Era el momento. Habíamos ensayado por días, las tías nos animaban y nos enseñaban bailes, cantos y todo un acto que realizaríamos frente a nuestras familias, luciendo lindos disfraces y una gran sonrisa estampada en la cara. Empezó el nacimiento de Jesús en un pesebre de Belén y los flashes de las cámaras competían con los rayos del sol que iluminaban nuestros trajes, y los suspiros y risas de familias completamente chochas por sus hijos, se entremezclaban con la música del Tamborilero.

Es mi turno, era una de las tres niñas disfrazadas de regalo que bailan y hacen emocionar hasta las lágrimas a sus mamás. Y la mía no fue la excepción, ya que entre la multitud logré verla sonriendo detrás del lente de la cámara fotográfica. Ya no me importaba el dolor de la caja de cartón en mi cuerpo, en ese momento sólo sonreía para mi madre y para el resto de las personas que nos animaba con aplausos coordinados al ritmo navideño.

El suplicio por fin se acababa. La música cada vez se escuchaba menos, y la efervescencia del público se hacía notar. Aplausos, gritos, silbidos y “bravos” se escuchaban entonces. Con mis compañeros nos tomamos de la mano, nos ponemos en fila junto a nuestras “tías” y nos agachamos felices que todo resultó bien.

Al terminar, corrí donde mi mamá, y la abracé. Ella reía y lloraba a la vez, me aferraba hacia su pecho y me felicitaba porque había salido todo lindo. “¿Me puedo sacar la caja?”, es lo único que logro decirle luego de toda su emoción, y sonándose la nariz con un pañuelo de género de mi papá, me dice que sí. Por fin mis brazos y mis piernas eran libres para poder correr, jugar y saltar sin incomodidad alguna.

“¡Y ahora llega la sorpresa para nuestros niños!”, se oyó por los alto parlantes, y las tías del jardín nos ordenaron, sentaron en el suelo y nos hicieron esperar.

Desde uno de los rincones del jardín se oyó“jojojo”, y un hombre gordo con barba blanca, de gorro y traje rojo avanzó hacia nosotros. Era el Viejo Pascuero que nos traía regalos. Se sentó en medio de todos, y de a poco comenzó a decir los nombres de mis compañeros para entregarle un presente a cada uno de ellos. Hasta que me llamó a mí, y feliz de tener una recompensa por mi sacrificio, corrí hacia sus piernas para sentarme sobre ellas.

Mi mamá estaba chocha, se paró frente a mí, y me hizo sonreír para tomarme una foto con el Viejo Pascuero que había llegado para premiarnos a todos por habernos portado bien durante todo el año en el jardín.

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