El calor del verano sofoca día a día a los habitantes de la capital de Chile. A diferencia de las altas temperaturas que se dan en otras regiones del país, los treinta y tantos grados que se sienten en Santiago son mucho más asfixiantes y secos que en cualquier otro lado. Pero por suerte hoy es sábado, la mayoría no trabaja y es mucho más fácil capear los opresivos rayos del sol en las piscinas, playas o incluso con la manguera del jardín.
Sin embargo, algunos no tiene esa suerte, y deben dedicarse a las tareas que les prepara la tarde de un sábado de enero.
Desde una casa con portón rojo ubicada en el pasaje Tongoy en la villa Los Andes del Sur de Puente Alto, una joven se asoma. Mira para ambos lados y saca por fin una bicicleta ploma que no está en las mejores condiciones. Son las 15:20 horas y luego de cerrar la puerta de su hogar, la niña pone en sus orejas los audífonos de su mp4, decide que será la cumbia de Chico Trujillo la que acompañará su viaje, baja un poco el volumen de la música y se monta en sus dos ruedas.
Detrás de unos lentes de sol negros apresura el pedaleo hasta llegar a la avenida Vicuña Mackenna con Salvador Sanfuentes, donde debe esperar una luz verde en el semáforo. Según lo planeado, sólo debe demorar cinco o siete minutos para llegar a su destino: una parroquia que se encuentra dos paraderos más al sur de donde ella vive.
Cuando por fin puede cruzar la calle, la joven mueve sus piernas que visten jeans negros, y con una sola mano en el volante se arregla la polera amarilla con un dibujo que dice “Grupo de Guías y Scouts Barnabitas”. Debido a este detalle, y por el notorio pañolín amarillo con cintas verdes y blancas que usa en su cuello, desde lejos se puede advertir que se dirige a scouts.
“Sigue, sigue tu vida, no digas nada que esta historia es conocida…”, suena muy bajo en los oídos de la joven, quien avanza en su bicicleta sin mayores problemas por la ciclo vía construida en la vereda poniente de Vicuña Mackenna sólo poco tiempo atrás. La rapidez que empieza a adquirir se ve reflejada en sus rulos que bajo el gorro café que usa comienzan a moverse y exigir libertad.
El ritmo de la cumbia chilena la acompaña mientras pasa por al frente de un supermercado Montserrat que luce tristemente su estacionamiento casi vacío y por una villa de casas de tres pisos llamadas “pajareras” debido a su parecido con el hogar de cientos de aves. En sus dos ruedas deja atrás una shopería, que día a día reúne en su mayoría hombres con ganas de beber, también una veterinaria y una ferretería.
Han pasado sólo tres minutos desde que se detuvo en la calle Salvador Sanfuentes, y ya se encuentra llegando a Elisa Correa, la misma avenida en la que se encuentra una de las estaciones de la línea cuatro del metro de Santiago.
Como es día sábado, una larga fila de feriantes se ubica a un costado de Vicuña Mackenna. Los gritos de venta de frutas y verduras comienzan a identificarse, y el olor a carne asada se impregna en el cuerpo de todo transeúnte que se cruza con el carrito de anticuchos que ofrece una señora con sobrepeso.
Antes de cruzar Elisa Correa, la joven advierte que el semáforo indica luz verde para los ciclistas, por lo que baja sólo un poco la velocidad que lleva. Sin embargo, su camino se ve obstruido por el carro que se encuentra asando carne, el cual se encuentra ubicado justo al frente de la ciclovía.
Haciendo una maniobra, la joven se gira un poco y se sube a la vereda para luego entrar nuevamente al lugar que le han designado para andar en su bicicleta… Pero no lo logra.
Sin darse cuenta, choca con un joven de polera gris y grandes audífonos que caminaba perpendicularmente a ella. Un golpe en el lado izquierdo de su cabeza la confunde, haciéndola perder el equilibrio y caer de su bicicleta.
Los rayos del sol golpean sus ojos que miran directamente al cielo, luego de haber quedado tirada en el suelo de la esquina surponiente de Elisa Correa con Vicuña Mackena, justo al frente de una panadería llamado Paypas. “¿Estás bien?”, “¡Tráiganle agua!”, “El medio porrazo, ¿no la viste venir?”, “No po, se me cruzó de un momento a otro”, y tantas otras expresiones se oyen a su alrededor.
Karina se encuentra bien, con el pulso un poco acelerado y confundida porque oye una música distinta a la suya. Es Madonna cantando Give it to me. “Estoy bien, pero yo no venía escuchando Madonna”, es lo único que se le oye decir mientras intenta ponerse de pie, mientras la señora de los anticuchos la reta, moja su frente con agua de un bidón poco higiénico y le exige que se quede en el suelo. Avergonzada, acepta las órdenes y continúa en el asfalto.
Una risa masculina se le acerca. “Yo venía escuchando a Madonna, ¿te gusta?”, le preguntó el mismo joven al que atropelló. “No puedo creer que te hayas pegado el terrible porrazo y preguntes por la música que oyes. ¡Qué graciosa!”
Los transeúntes que pasan por el lugar se acercan para copuchar por lo sucedido, hasta que la aguda voz de una niña grita: “’¡Mamá, yo la conozco, ella es de scout!”, y las mejillas rojas de la accidentada se pusieron más rojas aún.
Minutos después la joven asegura que está bien, que debe irse porque está atrasada. La señora de los anticuchos y el joven atropellado la ayudan a ponerse de pie, mientras que su bicicleta es levantada por un caballero de barba blanca que sostiene una bolsa de la feria en su otra mano. “¿Está bien, mijita?” insiste la señora del carrito, sabiendo que su ubicación no era la más correcta.
”Oye cabro, ¿por qué no acompañas a la niña?, por si acaso digo yo”, vuelve a hablar la mujer sin dar tiempo a que la accidentada responda la pregunta anterior. “No se preocupe, si estoy bien”, asegura la joven y toma su bicicleta para emprender su viaje nuevamente. Pero no la dejan, y el joven accede a la petición de la señora.
Tres y media de la tarde, y los dos accidentados caminan lentamente frente a los locales comerciales que se encuentran al lado de la panadería. La joven del pañolín le pide disculpas, que de verdad nunca lo vio venir. El joven, de menor altura que ella y lentes oscuros muy alternativos, también se disculpa, pero por andar con la música tan fuerte y no haberla visto.
Se ríen por lo absurda de la situación. El joven lleva la bicicleta, y le cuenta que él no vive por ahí, si no que iba camino a ver a su mamá “que vive unas cuadras más adentro por Elisa Correa”, que sus padres están separados, y hace tiempo que no andaba por Puente Alto.
Los pasos continúan siendo lentos, pero ya se comienza a divisar la parroquia Nuestra Señora de
Se disculpan nuevamente por lo sucedido, ella le agradece la compañía y le asegura que ya está bien. Se despiden y cuando el joven ya se va alejando le grita: “¿Cuál es tu nombre?”, “Karina, ¿y el tuyo?”, “Felipe. Cuídate entonces, Karina, y ¡usa un casco para la próxima!”
15:40 horas, y a pesar de haber atropellado a alguien, pero que finalmente terminó ella siendo la atropellada, la joven por fin puede entrar a su terreno de scout cubierto por el asfixiante calor de una tarde de enero.
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