Un perro vago llama la atención de un grupo de niños de un jardín infantil que pasea por
Pero el animal no se acerca a ellos, no les toma atención y simplemente se aleja entre el gentío que circula por el centro de la capital. Hasta que aguarda a orillas de la calle Merced, donde cientos de autos y microbuses transitan en todo horario. Se sienta en sus dos patas traseras, apoya su cola y espera. Entre los bocinazos, las voces humanas y el ritmo de la música de un “chinchinero”, pareciera entender que existe una luz roja que detiene los vehículos, porque al momento en que el semáforo cambia su luz amarilla se levanta y camina tranquilamente otra vez.
Un gesto delata el rumbo de su dirección: pasarse la lengua por el hocico. Tiene hambre, y el olor a comida lo lleva casi hipnotizado al lado sur de
El lugar es oscuro y a pesar de tener un aspecto sucio, ningún rastro de basura interrumpe el andar del perro. Por más que busca algo para comer, su nariz y sus patas sólo se cruzan con zapatillas, botas, zapatos y con las ruedas de una silla donde se moviliza un hombre mayor de pelos blancos y barba descuidada. Los pasos del animal se vuelven torpes ante tanta gente, y al tratar de esquivar las bolsas de una transeúnte, se cruza en la ruta del inválido, lanzando un gemido que escuchan todos los estómagos hambrientos reunidos en los más de quince locales del recinto.
Por un solo instante, el perro tiene todas las miradas sobre él, hasta que un promotor del local “Don Pepe” –uno de los siete que hay- lo reconoce. “¡Wena negrito!, ten más cuidado”, le dice el joven que viste delantal negro, polera amarilla y un gorro del mismo color. Lo acaricia un momento, se gira un poco hacia el local, y le da de comer un pedazo de marraqueta. El perro mueve su cola. Está feliz.
La escena que detuvo la actividad en la galería termina, y todo vuelve a ponerse en movimiento, reanudándose la guerra de gritos promocionales de cada uno de los locales: “¡hay churrasco, lomito, italiano, chacarero!”, “¡as gigante a luca!”, “¡dos completos en nueve noveeenta, mijito!”
Aunque la hora de almuerzo está quedando atrás (son las 15:30 horas), los crujientes y tostados panes de completo y sándwich siguen corriendo por las manos de los cocineros, y el vapor de las vienesas cocidas continúa impregnándose en el aire junto al olor de las carnes en las planchas calientes.
En lo alto del lugar, en el techo, las voces de los promotores se mantienen retumbando, donde una que otra paloma vuela algo inquieta, a pesar de que nadie parece notar que están ahí.
Luego de comer su pedazo de pan, el perro negro con patas blancas continúa su búsqueda entre los pies y piernas de la gente. Con la intención de conseguir algo, se acerca a uno de los locales del lado sur de la galería, los cuales exhiben tentadoras vitrinas repletas de platos de comida y exuberantes sándwiches, y que además gozan de más amplitud para poner mesas y sillas, incluso en los segundos pisos que poseen.
El restaurante se llama “El Portal”, y a diferencia del recibimiento que tuvo anteriormente, ahora es echado por los garzones del lugar, acción que es repudiada por un hombre de edad, que usa gorro negro, chaqueta azul de mezclilla, y lleva una escoba y una pala en sus manos. “Ssshh, ¡que están amables oh!”, se oye decir entre sus dientes cubiertos por bigotes canosos.
Acompañado por el perro, el anciano se apoya en un ventanal del restorán, quedándose pegado en el televisor que se encuentra adentro. Las mesas están casi todas ocupadas por hombres que mastican sus comidas, sin quitar los ojos del partido de fútbol que están transmitiendo. Hace poco comenzó el segundo tiempo de la final de
“¡Uuuuhhh!” gritan a coro los hombres del restaurante, mientras algunos de ellos se agarran la cabeza con las dos manos. “¡Que es malo el pelao’!”, se lamenta un joven al momento en que se mete una papa frita en su boca. “¡Se lo perdió Henry!” indica el relator del partido, y el perro, frustrado, abandona el lugar dejando solo al viejito que lo defendió.
Un viento frío se cuela por cada una de las entradas que posee el portal Fernández Concha, pero al parecer, nadie lo siente. Todos los transeúntes están en lo suyo. Conversan, caminan, indican los carteles con las promociones de los locales, algunos se deciden a comer, y otros simplemente apuran el paso dejando atrás los antojos que dan al pasar por ahí.
Resignado ya, el perro se echa junto a un puesto donde venden artículos para celulares. Parece ser conocido para la señora de pelos claros, lentes y chaleco rosado que atiende el lugar, ya que le sonríe con una expresión de ternura. El animal ya estaba cayendo en el sueño, relajando sus patas y orejas, cuando es despertado por un silbido. “¡Hey, perro, ven pa’cá!”, le grita un joven vestido completamente de blanco, que sale de uno de los restaurantes de al frente.
Comida. El perro se puso de pie, y moviendo su cola olfateó la bolsa que el joven tenía en sus manos. Lo lleva a unas de las salidas de la galería, donde el flujo de gente es menor, y deja el alimento en el suelo. Son las sobras de tallarines con salsa.
Mientras algunos terminan sus comidas tranquilamente, las patas blancas del perro se ensucian con la salsa roja al intentar abrir la bolsa para poder langüetiar cada uno de los rincones de ésta. Es como un chancho en el barro.
De a poco los futboleros salen de los restaurantes. Limpian sus bocas con servilletas, otros sacan de sus bolsillos una bolsita de mentitas, o algún chicle para disimular que recién han comido. El Barcelona le ganó 2-0 al Manchester, y la mayoría de los hombres están contentos, como si celebraran a su equipo favorito.
Las personas caminan por la galería, felices por el resultado y también por el almuerzo. Sin darse cuenta, se les une el perro, y mientras algunos ríen y se soban el abdomen, el animal avanza al ritmo de sus pies. Luce feliz su hocico y patas cubiertas con restos de comida, sin vergüenza alguna de que, al igual que los hombres, ha quedado satisfecho.
((Escrito en 2008))
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